Una pintada para el infinito

Dedicado a los docentes atrevidos que no dudan en dejar la puerta del aula abierta para permitir que la imaginación de los estudiantes vuele hasta el infinito


PUES NO FALTABA MÁS. Ya imagino que preferirías que empezase por explicarte cuál es mi altura, mi peso, el color de mi piel o el tono de mis cabellos. Me la suda. Me aburre explicártelo. Tampoco pienso pasarte mi último selfie; no te importa si fue en una playa exótica, o quizás detrás de unos contenedores de basura apestosos. Déjalo ya, porque no tengo Insta. No se me ocurre nada más hipócrita que un selfie colgado en la red. No contéis conmigo para esas sandeces. A mi autoestima sólo le faltaba verse allí colgada con un asqueroso número de likes que cuantifiquen de forma objetiva la inmensidad de mi soledad.

Lo que os quiero explicar me sucedió hace poco a la entrada del instituto. Allí estaba yo esperando a que se abriera la puerta. A pesar de ser a principios de septiembre y a primera hora de la mañana, el calor del sol en la espalda me estaba haciendo sudar de mala manera. Podía escuchar impaciente los aun lejanos pasos perezosos del conserje acercándose a una velocidad desesperadamente lenta. Tan sólo un discreto aroma de inteligencia cautelosa me impide clasificarlo como un trol recién salido de un libro de Tolkien. Doble vuelta de llave, el rechinar de las bisagras y el pesado movimiento de la puerta. Si os creíais que el tipo me dejaría pasar sin más explicaciones es que estáis locos.

−No puedes entrar. Llegas tarde −anunció, algo más que previsible. Elegid un tipo cualquiera que sea alto, grande, gordinflón, malcarado y con mirada estrábica, y todo lo que podéis esperar de él es que os diga "no puedes entrar". ¡Qué original, por el amor de Dios!

−No te rayes. He tenido un accidente. Traigo los trozos aquí −le repliqué enseñándole la minúscula caja que había necesitado para recoger los restos fruto del desastre. Ante su gesto dubitativo, la sacudí para que fuese patente que no estaba vacía.

Él continuó allí, impertérrito, en medio del paso, aparentemente inconmovible. Aun así, los pequeños detalles delataban la intensidad de la desesperada crisis interior que sufría mientras sus neuronas se esforzaban por desarrollar razonamientos a los que estaban desacostumbradas y que, tal vez incluso, se encontraban por encima de sus posibilidades cognitivas. Si bien la actitud manifiesta era de total pasividad, la fisonomía del propietario de aquel cabezón inició una lenta mutación. Las cejas, copiosamente pobladas y bien decididas a ser una sola, se iban frunciendo. Los ojos, pequeños y dotados de una vida semiindependiente, buscaban inquietos y por separado un lugar seguro donde focalizarse. Una vena, antes invisible y ahora gruesa y violeta, le palpitaba en la frente con intensidad y ritmo crecientes. Incluso se podía oír el ruido de los minúsculos rodamientos de su cerebro mientras decidía qué hacer. Sin embargo, en el instituto se dice que el tipo nos enreda; que esa parsimonia es fingida; que tiene una cuenta en TikTok que lo peta. Qué patético sólo de pensarlo. Hay que ser muy cruel para hacer correr un rumor así; y aún más para ir haciendo pintadas sobre el tema en las puertas de los lavabos. ¡Mira que si resulta que es cierto! Este tipo me mata.

−Ve al laboratorio de tecnología. Está la doctora Vidal. Ella sabrá cómo repararlo −acabó por claudicar con su voz cavernosa. Tanto drama para llegar a una conclusión tan simple. ¡Qué personaje, este Polybius! Así es como le llamamos todos en el instituto, aunque no conozco a nadie que se atreva a decírselo a la cara.

Como quien hace un esfuerzo infinito, Polybius inició el movimiento de apartarse de en medio hasta, una eternidad después, dejar de barrarme el paso. Mientras pasaba frente a él, un ojo azul, serio, impasible, inquisitivo no dejó de escrutarme ni un momento. El otro ojo se desentendió de mí por completo y se dedicó a seguir las alegres y caprichosas ziga-zagas de la nube de moscas atrapadas en el campo gravitatorio de su inmensa cabezota. Es un pro, ¡el maldito amo y señor! Creedme que el Mortimer quedaría como un pringao a su lado.

Quizás suponíais que ahora os iba a describir mi instituto como un edificio rodeado de bucólicas zonas ajardinadas, con grandes espacios interiores, vertebrado por pasillos anchos generosamente bañados por luz natural, dotado de aulas equipadas con las últimas tecnologías pedagógicas, con unos laboratorios high-tech, tope pros. Si es eso lo que esperabais, es que estáis locos. Aquí no vivimos en los Estados Unidos de América o Australia; estamos en Europa. Pero no en la Europa bucólica regada por el elegante río Cam, donde las instituciones educativas presumen de su preciosa arquitectura gótica inglesa. Ésta es la Europa pobre, la del suroeste, donde aún no hemos decidido si estamos en los confines del viejo continente, o al frente del africano. Si me preguntáis a mí, yo voto con orgullo por la segunda opción.

Mi instituto es un antiguo convento franciscano. Perdió la condición de edificio eclesiástico con la famosa desamortización de Mendizábal en 1836. La inesperada cesión de espacios disponibles para la ciudadanía inspiró a algún político local que, desbordado por el entusiasmo, decidió dotar a la ciudad con un gran instituto público. Fue un proyecto magnífico, ejecutado con un presupuesto económico pírrico. Es justo reconocer que las acertadas mejoras introducidas entonces sirvieron para adaptar el edificio a su nueva finalidad y, sin necesidad de nuevas intervenciones, han permitido educar a unas siete generaciones de estudiantes hasta ahora. Los consecutivos responsables del gobierno local, dignos acólitos de los primeros, han sabido mantener encendida la llama del espíritu inicial que priorizaba cualquier iniciativa que permitiera minimizar los costes presupuestarios por encima de cualquier otro criterio, ya fuera pedagógico o meramente funcional.

Desde entonces, las únicas mejoras reales introducidas han sido la electrificación del edificio y la instalación de servicios de agua potable. Para lograr que estas mejoras fueran claramente obvias para cualquiera que decidiese visitar la institución educativa, las instalaciones son literalmente vistas, y presentes en cualquier rincón imaginable. No hay tramo de pared por donde no crucen un manojo de cables en todas direcciones y en estrecha convivencia con las canalizaciones de agua. Y quién sabe si, para favorecer la buena coordinación psicomotora de los usuarios del edificio, hay zonas, ya sean pasillos o entradas a estancias, que requieren que el transeúnte salte por encima del cableado que cruza el paso a modo de trampa mortal. La llegada de las telecomunicaciones no hizo sino añadir nuevas conducciones que se sumaron contentas al caos ya existente. Como no podía ser de otra manera en un país de artistas plásticos, la contribución fue meramente estética, y su presencia no representó ninguna garantía de conectividad eficiente a la gran red que es internet.

Ahora que ya os hacéis una idea de la clase de antro que es mi instituto, no os extrañará que os explique que tuve que cruzar el claustro del edificio, subir la gran escalinata comunitaria para acceder al claustro superior, y volver a subir unas nuevas escaleras, ahora oscuras y de dimensiones muy reducidas, para llegar a la antigua buhardilla monacal.

En ningún momento del recorrido me crucé con un alma. La única compañía que tuve fueron los fragmentos dispersos de disertaciones docentes que me llegaban a través de las puertas cerradas de las aulas que iba encontrando a mi paso. La concatenación de discursos fragmentados, al ser breves, fortuitos y de temáticas muy diversas, componían una especie de sermón desconcertante y vacío de contenido, aunque, extrañamente, no malsonante al oído. Juraría que es así como los políticos preparan sus arengas electorales. ¡No se me ocurre nada más hipócrita que la política!

Como os decía, el recorrido me llevó hasta el desván. Aquel fue el lugar que, inhóspito y apartado del paso, se consideró el más apropiado para instalar el flamante laboratorio de tecnología, el reino por excelencia de la doctora Vidal.

No es que sea ni mucho menos doctora; no al menos de las doctoras que te curan y te ponen vacunas en el hospital. Ella es doctora en ciencias por no sé qué universidad. Es una vergüenza que no lo sepa, la verdad, porque ella nos lo recuerda a todas horas. De hecho, lo menciona siempre que se presenta la ocasión, que ella tiene la gracia divina de lograr que sea con mucha frecuencia. Alguna universidad muy importante, supongo. Al menos para ella, claro. El caso es que no se nos permite dirigirnos a ella con los términos habituales de señora, señorita, ni mucho menos profe. Ella es la doctora Vidal, para los amigos y para todos los demás. Los estudiantes no conseguimos sentirnos cómodos con tantas formalidades; para nosotros ella es la Davinci o, si necesitas una descripción medianamente explícita incluso para un parguela despistado, la profe de tecno. Algún chaval iluminado encontró una cierta relación homográfica entre Dra. Vidal y Davinci, además de una cierta afinidad entre el contenido de sus clases y los inventos estrafalarios del ilustre renacentista. No es que sea un apodo muy brillante, lo de Davinci, pero cuajó. Juraría que, si ella lo conoce, le debe tocar la fibra sensible saber que los estudiantes la identificamos con un personaje tan importante.

Las escaleras que acababa de subir permitían acceder directamente al laboratorio, sin necesidad de atravesar ningún pasillo ni ninguna puerta. Como os digo, las obras de adaptación del edificio fueron las mínimas. Ella estaba de espaldas, escribiendo con tiza sobre la pizarra negra. Se podía leer

Típico de la Davinci. Escribir una palabra, que quiere decir vete a saber qué, y un nombre. Probablemente sólo con eso articularía la siguiente clase que tuviera en el laboratorio.

Otro utilizaría un libro. No ella; no era su estilo. De hecho, el experimento que preparaba para la primera clase de cada curso incluía en el proceso la quema de los libros de tecnología que nosotros traíamos de casa. Parece ser que antiguamente en el desván del monasterio se hacía la matanza del cerdo y a continuación se preparaban los correspondientes embutidos. Es de aquella época que data la chimenea del actual laboratorio. Al encontrarla allí olvidada, la Davinci se limitó a darle un nuevo uso. No es que no le gustara el libro por ser anticuado o impreciso o aburrido, que lo era de hecho. Según nos decía, cada curso estaba obligada a elegir un manual, así que trataba de seleccionar uno que quemara el mejor posible. No se puede decir que sea una profesora hipócrita. Cualquier adjetivo resultaría conveniente para describir un rincón u otro de su compleja personalidad; cualquiera menos ese. Todo sea dicho, al final la supuesta quema resultaba ser una comedia, un simulacro donde las llamas no llegaban nunca a tocar el papel, una metáfora pedagógica, una escandalosa pantomima con fines didácticos. Según ella, no debemos dejar que nadie decida por nosotros qué libros debemos leer, que somos nosotros los que tenemos que escribir nuestro propio libro.

−¿Qué puedo hacer por ti? La siguiente clase no es hasta dentro de tres cuartos de hora. Además, no eres del grupo que toca −me espetó sin necesidad de girarse para mirarme.

Esta mujer me pone los pelos de punta. Si os creéis que sé cómo hace esas cosas, es que estáis locos. Pero esta vez me di el placer de devolverle el mal trago.

−Buenos días, Dra. Vidal. Venía a enseñarle una cosa −dije al tiempo que hacía el gesto inocente de dirigirme hacia donde estaba ella junto a la pizarra.

Sin haber tenido siquiera la oportunidad de dar el primer paso, ella ya se estaba girando bruscamente hacía mí. El pelo volando libremente por la velocidad de la reacción; la piel clara ahora casi transparente; los ojos negros desorbitados; las cavidades de la nariz aguileña dilatadas en exceso; la sonrisa congelada en una especie de rictus amplio y maníaco. El chillido que acompañó su dramática maniobra se inició en algún punto de la banda inaudible de la escala ultrasónica para acabar por taladrarme los tímpanos, atravesarme el cuerpo de arriba abajo y sacudirme los intestinos. Con los pies clavados en el suelo, me disculpé como quien no quiere la cosa, al tiempo que sacaba el móvil del bolsillo y lo dejaba en el interior de la caja de plomo que hay en el suelo, justo al final de la escalera que da acceso al laboratorio.

La Davinci es acérrima defensora de una extraña teoría. Nuestros organismos son entes eléctricos. Al someterlos de forma permanente a la exposición de campos electromagnéticos artificiales, nuestro metabolismo se desequilibra y se reduce la capacidad de respuesta ante agentes agresivos externos, como los virus o las bacterias. Nosotros tendemos a no estar de acuerdo con ella en este punto. El curso pasado, para aclarar el tema, organizamos una investigación sobre los estudios disponibles en internet y concluimos que la Organización Mundial de la Salud no ha encontrado evidencias empíricas sobre todo eso que nos explica la Davinci. No se puede decir que nuestras conclusiones la impresionaran mucho, y se mostró inamovible en su opinión.

−¡Los móviles os cuecen el cerebro! Es cosa vuestra lo que hagáis con vuestro cuerpo, pero en mi laboratorio no quiero maquinas diabólicas, y no se hable más −concluyó ella de forma unilateral y poco razonable.

Tiene sus cosas la Davinci. Hay que estar loco para no darse cuenta. Sin embargo, siempre que los móviles se queden encerrados en la caja de plomo de la entrada, es buena profe.

Sin darle más importancia, me acerqué para enseñarle el contenido de la pequeña caja que tenía en las manos. Ella, todavía preocupada por recuperar el resuello y la dignidad, lo miró con manifiesto desinterés.

−Los corazones rotos no son mi especialidad. Busca a Basilio, él sabrá que hay que hacer. Ahora, haz el favor de irte.

Mientras regresaba a la oscuridad de la escalera y volvía sobre mis pasos, no pude evitar pensar en él, en nosotros. Nos veo a los dos, a él y a mí, sentados en las rocas escuchando como rompen las olas mientras compartimos el libro cogidos de la mano. El viejo y el mar, Cien años de soledad, La insoportable levedad del ser. El sol se empeña en ponerse para privarnos de luz, la brisa juguetona del mar nos despeina y nos pasa la página. Llego a escucharnos, a ti y a mí, leyendo Bodas de sangre,

YO: Tienes prisa?

TÚ: Sí. Estoy deseando ser tu mujer y quedarme sola contigo, y no oír más voz que la tuya.

YO: ¡Eso quiero yo!

TÚ: Y no ver más que tus ojos. Y que me abrazas tan fuerte, que aunque me llamara mi madre, que está muerta, no me pudiera despegar de ti.

YO: Yo tengo fuerza en los brazos. Te voy a abrazar cuarenta años seguidos.

TÚ: ¡Siempre!

Los recuerdos se me escaparon al regresar al ambiente caluroso del claustro, los ojos cegados por la luz y el sudor de repente aflorando de nuevo en la piel. Cogí aire para recuperar la entereza perdida durante unos instantes. Basilio es el profe de Literatura Clásica. Su asignatura es optativa y hace años que no la matricula nadie, así que siempre ronda por la biblioteca, que está en el claustro mismo, pero en el ala opuesta respecto a donde estaba yo en ese momento. Hacia allí me dirigí.

Al rondar el claustro no pude evitar detenerme al pasar por delante de los despachos de dirección, que están ubicados en la antigua sala capitular del monasterio. Si pensáis que me detuve por deferencia a la autoridad, la actual o la antigua, es que estáis locos perdidos. Es la pintada que hay en la pared la que se merece todos mis respetos, no los cargos académicos que hay detrás. La pintada fue estampada a lo largo de todo el muro, sin tener cuidado de evitar las puertas, las carteleras o los ramales de cables y tubos que pasan. Apareció una mañana y causó un revuelo considerable. La directora y el jefe de estudios, ambos sumamente indignados, estuvieron de acuerdo en borrarla inmediatamente. Los estudiantes, apoyados por parte del profesorado, nos rebelamos. Al final, tuvo que ser el consejo escolar quien decidió sobre el futuro de la pintada. Fue una votación muy ajustada. Como era de esperar, todos los responsables de la dirección del instituto votaron por eliminarla y buscar a los malhechores. Pero perdieron. La pintada no sólo sobrevivió, sino que, además, cada curso se repasa para que no se pierda.

Ves a saber de dónde la debía sacar Quino. Tal vez la encontró en una tapia de Buenos Aires −la capital del país donde incluso las criaturas son filósofas profesionales− y decidió que su Mafalda la proclamaría al mundo entero. Una pintada hecha encima mismo de la conciencia de la humanidad y que nadie podrá borrar nunca jamás, destinada a durar para siempre. Hasta el infinito.

El repique de los cuartos proveniente del campanario de la iglesia contigua al instituto me devolvió a la realidad. Continué el itinerario hacia la biblioteca, que de hecho está ubicada en el mismo lugar donde los monjes ya tuvieron la suya. Diría incluso que el mobiliario, los estantes y parte del fondo documental disponible actualmente datan de aquella época. Podría ser que incluso Basilio sea de aquella época; que fuera un monje que olvidaron al huir la comunidad de frailes. Y aun os diré más. Si ahora mismo cerraran el instituto para siempre, casi seguro que nadie se acordaría de ir a avisarle y vete a saber hasta cuando se estaría encerrado allí dentro antes de que se diera cuenta de la nueva situación.

Junto a la puerta de entrada a la biblioteca, en el suelo del claustro mismo, hay una zona ennegrecida que debe medir como un metro cuadrado, más o menos, y que nadie se atreve a pisar nunca. Incluso los parguelas recién llegados al instituto parecen darse cuenta instintivamente de la conveniencia de evitar pisar la mancha. La directora justifica su presencia diciendo que en ese lugar los monjes tenían un confesionario, por si acaso necesitaban pedir perdón a Dios por las blasfemias que habían leído en los libros que acababan de consultar en la biblioteca, su única ventana abierta al mundo.

No nos lo creemos. Lo dice para ocultar la verdad. Todos sabemos que la mancha es mucho más reciente. En los años 80 llegó al instituto una máquina de aquellas de los vídeo juegos venida desde los Estados Unidos. La envió un antiguo estudiante que, al terminar la universidad, fue allí a sacarse el doctorado, y se quedó a trabajar en una empresa de software. Según escribió en su carta, era un regalo en agradecimiento por la excelente formación que había recibido en nuestra institución educativa. Hay que estar loco para tragárselo. Todo fue parte de un experimento a escala mundial. El juego instalado en la máquina no era otro que el tristemente famoso Polybius, aquel que destrozaba el cerebro de los jugadores que se viciaban. Aunque sólo estuvo unos meses allí, su poder era tan intenso, que la temperatura de los procesadores gráficos llegó a requemar la piedra del suelo. Antes de que apareciesen unos hombres de negro para llevársela para siempre, tuvieron tiempo de jugar unos cuantos estudiantes. Todavía queda una prueba viviente en el instituto de todo esto. Correcto. Polybius, el conserje, fue uno de los estudiantes que se vició a jugar con la máquina. Y ya os he explicado lo tarado que quedó el tipo. Ahora ya sabéis de dónde le viene el apodo. Ese sí que es totalmente apropiado.

Evité yo también pisar la mancha negra y entré en la biblioteca, un espacio de grandes dimensiones, oscuro y con una ventilación mínima donde las viejas librerías, instaladas sin un orden preestablecido, conforman un laberinto difícil de recorrer para los no iniciados. Las paredes conventuales son especialmente sólidas en esta parte del edificio, y aíslan la biblioteca de forma eficiente del inevitable alboroto producido por la actividad diaria del instituto. Entrar en la biblioteca es hacer un viaje a un universo paralelo, un cosmos tranquilo aún no conquistado por la contaminación acústica. Aunque en la entrada se encuentra instalada una mesa para acomodar a la persona encargada de la gestión del espacio, Basilio no se ha sentido nunca obligado a estarse sentado en la silla. El escritorio, siempre desierto, reafirma en el visitante la sensación de haber llegado a un paraje desolado.

−¿Hay alguien? −vociferé desde la entrada misma a modo de anuncio de mi presencia.

Ya sabía que había alguien, claro, y quién era. La pregunta era más bien para saber dónde encontrarlo. Pude escuchar cómo los estantes de libros transportaban mi voz de pasillo en pasillo, como si se preguntaran los unos a otros, hasta devolverme la pregunta un poco más tarde sin ninguna respuesta, tan sola como había salido de mi boca. Ante el silencio obtenido por replica, elegí un pasillo al azar por donde perderme. Después de caminar un rato con la compañía esporádica de alguna cucaracha anónima ávida por averiguar quién perturbaba su reino, probé a repetir el saludo, que me retornó, ahora sí, acompañado de respuesta.

−¡Ah! Eres tú. Estoy en la sección de Literatura Mapuche Contemporánea −me anunció una voz igualmente rebotada de estante en estante siguiendo un itinerario invisible, imposible saber dónde se había originado.

Como no conocía la ubicación de las secciones, continué caminando girando a la derecha o a la izquierda al azar.

−¡No le encuentro! La vista aún no se me ha acostumbrado a la oscuridad y no le veo por ninguna parte −dije, más por el placer travieso de oír mis palabras repetidas aquí y allá que por una esperanza cierta de encontrar a mi interlocutor incorpóreo.

−El eco ya sabe hacer bien su trabajo. ¡No es necesario que le eches una mano con pleonasmos!

Típico de él. Le encanta utilizar palabras que sabe perfectamente que los estudiantes no entendemos. Al ir a buscar el móvil para consultar el significado del vocablo, no lo encontré en el bolsillo habitual: se debía haber quedado en la caja de plomo de la Davinci. Casi mejor, pensé. Aquel día no esperaba que nadie me contactara para nada. Además, así no tendría la tentación de volver a leer y releer de forma enfermiza sus whatsapps. Sólo de recordarlo, me invadían el dolor y la indignación. Tiene pareja. No supo cómo decírmelo. Lo siente mucho. Lo nuestro sólo fue una aventura de verano. Tiene novio, ¡mira por dónde!

Lo que me dejó de piedra, fue darme cuenta de que su foto de perfil se había esfumado. ¿Cómo se puede ser tan mezquino? ¿Cómo se puede llegar a tener la desfachatez de cortar por whatsapp y bloquearme, todo al mismo tiempo?

−Será mejor que sea yo quien te busque a ti. ¿Dónde estás?

Me tragué la saliva, las lágrimas y la rabia, mientras buscaba algún estante que me ayudara a saber dónde estaba.

−¡En la sección de Economía Altruista!

Aún bajo los efectos de los recuerdos amargos, no acerté a ver por dónde llegaba Basilio. Minúsculo y raquítico, su cabeza parecía estar en equilibrio sobre el cuello escuálido. Sus ojos negros, diminutos e inquisidores me observaban con curiosidad desde detrás de unos quevedos novecentistas milagrosamente sostenidos en la punta de una nariz estilizada y sorprendentemente larga. Incluso diría que las orejas, grandes y ostentosamente separadas del cráneo, se orientaban a voluntad hacia mí, al tiempo que movía unos bigotes delgados e interminables que escapaban rebeldes del perímetro marcado por la cara.

−¿Qué has decido, pues?

−¿Qué? ¿Qué quiere decir?

−En tu última visita quedamos que cuando supieras a qué te quieres dedicar, vendrías a explicármelo.

−Ah, eso. He pensado que me buscaré un trabajo de malabarista en el infierno, para hacer equilibrios con bolas de nieve.

−Es demasiado temprano para citar al cínico de Rincewind, ¿no crees? Deduzco que tu visita debe tener otras motivaciones.

Siempre consigue averiguar la fuente de mis citas. Hubiera jurado que con Terry Pratchett conseguiría enredarle. Sin más dilaciones, me limité a bajar la caja hasta su campo de visión para mostrarle el contenido.

−Me temo que no te podré ayudar. El infinito no es parte de mi ámbito de estudio. Después de todo, soy poeta, no matemático. Tendrás que bajar al sótano. Acuérdate de llevar un regalo, no sea que después no te dejen escaparte.

−Lo que hay en el sótano es el Seminario de Matemáticas, no el infierno de Dante −repliqué con la satisfacción de haber superado con éxito mi turno de averiguar la cita literaria.

−Sígueme, conozco un atajo −me ordenó, mostrando una sonrisa enigmática que liberaba dos incisivos superiores que hubiesen sido difíciles de encajar dentro de una boca de tamaño ordinario.

Se giró y comenzó a desplazarse con pasos cortos pero muy rápidos. Quisiera haberme fijado por donde pasaba para aprender a desentrañar aquel laberinto de una vez por todas, pero ya tenía bastantes dificultades para seguirle, así que no tuve otra que conformarme con no perderlo de vista.

De hecho, nada más empezar me sacó la suficiente ventaja como para sólo tener oportunidad de verlo al final del pasillo cuando torcía a la derecha o la izquierda. Se desplazaba con tal agilidad y rapidez que juraría que utilizaba las cuatro extremidades para conseguirlo. Lo único que tenía ocasión de atisbar era su cola, que él mismo habría definido como múrida, al final del pasillo justo antes de desaparecer por la esquina. La carrera terminó al llegar a un rincón de la biblioteca donde una pequeña abertura conducía a unas escaleras de caracol descendientes.

−Todo poeta necesita de vez en cuando una escapada furtiva al campo de las matemáticas y este es mi pasadizo secreto para hacerlo con la discreción necesaria −explicaba Basilio mientras esperaba impaciente a que acabara de llegar hasta el recoveco−. No tienes pérdida, nada más bajar encontrarás el sótano que buscas.

Dicho esto, desapareció sin despedirse ni dejarme más opción que iniciar el descenso. Era una escalinata estrecha y con una iluminación deficiente conseguida mediante alguna bombilla esporádica y temblorosa. Mientras bajaba me preguntaba si me dirigía al Seminario de Matemáticas o si realmente era un atajo al infierno. ¿Me encontraría abajo a Caronte, el barquero de Dante, o a Ada Amorós, la profe de mates? No sabría decir cuál de los dos os resultaría más peligroso.

Es probable que, con su apariencia afable y cariñosa, os engatusase. Se trata de una persona de constitución fuerte, aunque no alta. La cabeza parece tenerla directamente pegada al tronco sin precisar de cuello. Sus ojos, protegidos por unas cejas largas y arqueadas, son de un color miel tan claro que podrían ser casi amarillos, desproporcionadamente grandes, y no parecen tener necesidad de parpadear. La nariz, pequeña y aguileña, consigue dominar la fisonomía y esconder la presencia de una boca que podría resultar perfectamente que no tuviese. El peinado hiperbólico, extravagante y expansivo con el que le gusta acicalarse podría ser perfectamente una provocación deliberada para que los estudiantes, siempre dispuestos a encontrar un apodo apropiado para el profesorado, la bautizaran como la Lechuza.

A pesar de ser aves fascinantes, no hay que olvidar que las lechuzas al final de las patas disponen de unas garras poderosas. En el caso de Amorós, las garras son didácticas, y hay que tener mucho cuidado para no caer presa de ellas. El ambiente de su aula parece estar invadida por ideas y conceptos que vagan en busca de alguna mente distraída donde echar el ancla, y que tienen el hábito de deslizarse dentro del cerebro sin el pertinente permiso del propietario. Hacedme caso, sé lo que me digo. Esta vez mis fuentes documentales no son las pintadas de atrás de una puerta de lavabo. Me ocurrió a mí.

Todo sucedió durante la primera clase matinal de un lunes de febrero. Un horario bastante desafortunado, más adecuado para dejarse seducir por Morfeo que para asistir a una clase de matemáticas. Aún bajo los efectos de un sopor comprensible, no acerté a recordar que yo soy de letras de toda la vida. Fue entonces cuando un teorema de lo más abstracto me invadió la cabeza y se apoderó de mi entendimiento. La multitud de ideas y pensamientos, que habitualmente pasean felices por mi intelecto, se horrorizaron de tal modo por la presencia de aquel terrible concepto matemático que huyeron asustados más allá del hipocampo. Durante una semana, el intruso dominó y gobernó a su antojo cualquier intento de raciocinio de mi mente. Hasta que no conseguí entenderlo, comprenderlo y, finalmente, demostrarlo, no recuperé mi vida intelectual ni repatriar el razonamiento literario que me caracteriza. ¡Maldito polizón! Aún hoy me parece escucharlo escondido en algún surco de la corteza cerebral temporal, entreverlo agachado por detrás del lóbulo occipital, olisquearlo como si estuviera embutido en el bulbo olfatorio, siempre acechando una oportunidad para contraatacar.

Por suerte, el trayecto de descenso por las escaleras de caracol no me trajo la compañía de ningún indeseable al que hubiera que pagar nada, y el pasillo al pie de la escalera efectivamente conducía al lugar indicado por Basilio. Antes de dar la oportunidad a Caronte para aparecer por sorpresa, me adentré en el antiguo sótano que un día fue la bodega monacal, hoy presidido por un rótulo que informa de la entrada al Seminario de Matemáticas.

−¿Buenos días?

−Hola −me respondió al tiempo que levantaba los ojos del libro situado en el atril que tenía delante−. ¿No me dirás que finalmente te has dejado seducir por las matemáticas? Sería una buena noticia para empezar el curso. Si quieres, tengo un par de libros ... que podrían tentarte −dijo lentamente, como encajando las palabras en la frase una a una con mucho cuidado.

¿Lo veis? Nada más entrar y ya estaba intentando arrastrarme al lado oscuro de la fuerza. Es mejor hablar lo mínimo con ella, así que, una vez más, me limité a mostrarle el contenido de la caja que transportaba, dejando que ella misma llegara a sus propias conclusiones. Para inspeccionarlo mejor, bajó de la banqueta, tan alta que parecería más bien una percha, donde le gusta reposar su cuerpo. Se acercó caminando despacio, como lo haría uno de esos búhos gorditos que, de tanto comer ratones, han perdido la pericia de volar.

−Un corazón roto, infinitamente fragmentado. ¿Y qué quieres que haga yo con esto?

−Esperaba que me ayudara, que me explicase cómo repararlo.

−No puedo hacer tal cosa. Un corazón roto sólo puede ser reparado por su propietario. Aunque, dadas las condiciones en que ha quedado, no debería extrañarte si te lleva toda una eternidad conseguirlo, claro.

−¿Y cómo sabré que lo he hecho bien, que vuelve a ser mi corazón?

−Como está roto en infinitos trozos, se puede recomponer en infinitas nuevas composiciones. Pero no te preocupes, todas ellas son tuyas, todas son igual de válidas. También podría ser que, mientras todavía lo estás reparando, se vuelva a despedazar y tengas que volver a empezar de nuevo. A menudo la vida no es más que eso, que dedicarnos a curar las heridas que nos han hecho al tiempo que aprendemos a conocernos, a descubrir quiénes somos en realidad. Y si tenemos suerte, encontramos con quien compartirla. Alguien con quien intercambiar piezas del rompecabezas para construirnos un corazón a medias. Alguien que nos quiera y al que queramos y con quien conseguir que nuestra efímera existencia sea una experiencia vital plena.

La Lechuza sabe cómo dar un consejo. Eso hay que reconocérselo.

Ya volvía a estar de nuevo en el ambiente caluroso del claustro, el sudor aflorando de nuevo en la piel. El interior del claustro, otra hora un cuidado jardín adornado con una discreta fuente donde lavarse de los pecados, ahora una pequeña jungla abandonada por el jardinero y conquistada por las malas hierbas, me pareció un buen lugar donde esconderme para pensar y decidir qué hacer a continuación.

Allí mismo me llegó la inspiración. De repente supe qué quiero ser en esta vida. Diréis que he perdido la cabeza, pero yo quiero ser una pintada estampada sobre un muro. Una pintada que sacuda la conciencia de quien la lea. Una pintada que inspire a niños y a viejos. A sabios y a ignorantes. A intelectuales y a políticos. Una pintada imborrable, que dure para siempre. Una pintada para el infinito.

Ya casi era la hora del cambio de clases. Podría haberme ido hacia mi aula. Podría haber entrado y haber hecho como si nada. No estaba de humor para ser tan hipócrita. Cualquier otro día lo habría sido, pero no precisamente ese día. Opté por dirigirme a la puerta de salida del instituto. Estaría cerrada, claro. Pero las llaves están siempre puestas en la cerradura y, antes de que alguno de los ojos de Polybius percibiera mis intenciones e hiciera contacto con su torpe cerebro, yo ya estaría fuera.

−No puedes salir. Todavía no es la hora −oí que me gritaba a lo lejos, como era más que previsible, cuando yo ya estaba con un pie en la calle. Elegid un tipo cualquiera que sea alto, grande, gordinflón, malcarado y con mirada estrábica, y todo lo que podéis esperar de él es que os grite "no puedes salir". ¡Qué original, por el amor de Dios!

Antes de marchar, me giré y le berreé tan fuerte como pude:

−¡Polybius!

Los pies se le quedaron clavados en el suelo y, por primera vez desde que le conozco, sus dos ojos se pusieron de acuerdo en mirarme ambos a la vez, fijamente, sin parpadear. Salí corriendo. Huí, a toda prisa, sin volver la vista atrás.

Fin

¿Cuál es vuestro problema? ¿Qué no lo habéis comprendido? Fin significa final. Ya está, no hay nada más. No es necesario que continuéis leyendo.

Mira que sois tercos. De acuerdo, me habéis descubierto. Me lo he inventado todo. Mejor dicho, me lo inventé todo hace años, cuando estudiaba en el instituto. Ésta es la cruda verdad: no había hecho los deberes y estaban a punto de clavarme un cero patatero del tamaño de una plaza de toros. Dejé volar demasiado mi imaginación, ya lo sé. La profesora, por supuesto, no se creyó mi historia. Que quiero ser una pintada que inspire a la humanidad hasta el infinito sí que fue un deseo sincero. ¡Ah!, y que hacía un calor terrible en aquella vieja aula y que sudé de mala manera también es cierto. Todo lo demás no. Bueno, salvo otra cosa que no os diré cuál es. ¡No es mi problema si os morís por saberlo! ¡NO OS LO VOY A DECIR!


Apunte matemático

Antes de nada, dejadme apuntar que las propuestas hechas por colectivos no tienen un autor reconocido a quien podamos identificar. Es el caso, por ejemplo, de la Escuela Pitagórica: sus aportaciones no fueron firmadas por ningún matemático concreto, sino como grupo de matemáticos. Por esta razón, hoy en día muchas de sus ideas se atribuyen a Pitágoras como cabeza visible del grupo. Respecto al eslogan "Prohibido prohibir", fue una bandera para las revoluciones juveniles callejeras de finales de los años sesenta. Ante la falta de un autor concreto, me he permitido elegir como autor a uno de los pensadores de la época del que soy un fan acérrimo. Me refiero al genial humorista gráfico Joaquín Salvador Lavado, más conocido como Quino. Este argentino, hijo de emigrantes andaluces de Fuengirola (Málaga), consiguió, desde un rincón olvidado, sacudir la conciencia del mundo.

Por lo que al infinito se refiere, se trata de un concepto abstracto y difícil de comprender. En términos matemáticos, representa algo que no tiene límites o que es mayor que cualquier número real o natural.

Zenón de Elea, un filósofo que vivió en el siglo quinto a.C., exploró el concepto del infinito y propuso unas paradojas que contradicen nuestra experiencia diaria de los fenómenos físicos. Según estas paradojas, Aquiles, el corredor más rápido de su época, no debería de ser capaz de adelantar a una tortuga que salió a correr unos metros por delante de él. La razón es que Aquiles, por rápido que fuera, invierte un cierto tiempo en llegar al punto desde donde salió la tortuga. En este tiempo, la tortuga, por lenta que sea, se ha desplazado una cierta distancia. Aquiles debe invertir de nuevo un cierto tiempo para llegar al nuevo punto donde se encontraba la tortuga. En este tiempo, la tortuga se ha vuelto a desplazar una cierta distancia. En resumen, Aquiles siempre estará por detrás de la tortuga porque durante el tiempo que él invierte en llegar al nuevo punto donde se encontraba la tortuga, ésta ha vuelto a desplazarse a un nuevo punto más lejano.

Otra paradoja de Zenón la puedes experimentar con tus propios dedos. Sitúa dos dedos a una cierta distancia, la que quieras. Por ejemplo, imaginemos que los has situado a 20 centímetros de distancia. Ahora divide la distancia entre los dedos, y acércalos para que queden a la mitad de la distancia inicial. Es decir, que los acercas 10 centímetros, por lo que ahora quedan a 10 centímetros de distancia. Vuelve a dividir la distancia por la mitad, y acerca los dedos para que vuelvan a quedar a la mitad de la distancia. Es decir, acercas los dedos 5 centímetros, y por tanto ahora quedan a 5 centímetros de distancia. Vas repitiendo el proceso de acercar los dedos siempre la mitad de la distancia a la que se hallan. Como cada vez acercas los dedos la mitad de la distancia, siempre quedarán a la mitad de la distancia a la que se encontraban antes. La conclusión es que, aunque tus ojos y tu tacto te digan que llega un momento en que los dedos se están tocando, en realidad es imposible que se toquen, ya que los has acercado dejando siempre la mitad de la distancia a la que estaban hace un momento. Complicado, ¿verdad?

Las paradojas de Zerón se basan en la idea de que el espacio y el tiempo se pueden dividir de forma infinita. Él fue el primero que se dio cuenta de que la idea del infinito es compleja. Sus trabajos representan el primer testimonio del razonamiento infinitesimal, que fue desarrollado siglos después con el cálculo infinitesimal por Leibniz y Newton en el siglo diecisiete. George Cantor, un matemático alemán que vivió entre los años 1845 y 1918, propuso que hay infinitos que son más grandes que otros infinitos, e incluso asumió la existencia de un infinito de infinitos.

El matemático David Hilbert propuso en 1924 la paradoja del Gran Hotel, que muestra como un hotel con infinitas habitaciones, todas ellas ya ocupadas, puede seguir acogiendo nuevos clientes. Incluso puede acoger infinitos nuevos clientes. Dicho esto, y con el permiso de Hilbert, yo personalmente preferiría quedarme en un hotel menos ocupado, no sea que el cocinero no haya calibrado con exactitud el tamaño del apetito infinito de sus clientes a la hora de desayunar.

Si quieres aprender más sobre el infinito, no te puedes perder el libro A Brief History of Infinity: The Quest to Think the Unthinkable de Brian Clegg. Sus explicaciones interesarán por igual a matemáticos, filósofo o simples curiosos con ganas de saber más.

Aunque en el relato que has leído Basilio se excusa diciendo que, como poeta, el infinito no es parte de su ámbito de estudio, lo cierto es que el infinito también está presente en el arte y la poesía. Elisabeth Bartlett, una poetisa inglesa nacida en 1924, expresó la complejidad del infinito con estos versos:

Because I longed

to comprehend the infinite

I drew a line

between the known and unknown.

El concepto del infinito ha inspirado muchas citas famosas. Seguro que conocéis la que propone Buzz en la película de dibujos animados Toy Story: "Hasta el infinito y más allá". Mi preferida es de Stephen Hawking, que dijo: "En un universo infinito, cada punto puede ser considerado el centro del universo, ya que cada punto tiene un número infinito de estrellas a cada lado".

Ya ves, gracias al infinito, tú, que lees este texto vete a saber cuándo y dónde, y yo, que lo he escrito ahora mismo en Reus, los dos somos a la vez el centro del universo.


Urbano Lorenzo Seva, Reus 2020