La humanidad, un experimento de dudosa viabilidad

Dedicado a los visionarios que sueñan con una sociedad matemáticamente mejor


−Un café; ¡corto y sin azúcar! −bramó al darse cuenta de que una falda entraba en su despacho−.  Y baje a la cafetería a buscarlo. La porquería de agua sucia que sale de nuestra máquina es una poción pestilente e inmunda. Pedir un buen café tampoco es pedir demasiado, digo yo. ¡Aún está por llegar el día en que alguien se digne a servirme la taza de café perfecta!

En ningún momento levantó la mirada de los papeles que asía con unas manos pequeñas y gruesas, más acordes a un monje que a un alto funcionario de su categoría profesional.

−Los parámetros no están lo suficientemente definidos −respondió su interlocutora−. Las propiedades gustativas de un café dependen del tamaño de las partículas obtenido en el proceso de moler los granos de café. Además hay que tener en cuenta la presión, la temperatura y el volumen de agua que pasa a través de la masa de café molida. Si las partículas son demasiado grandes y se utiliza una gran cantidad de agua a poca presión y a temperatura muy baja, el café resultará insípido. Por el contrario, si las partículas son muy pequeñas y se utiliza poca cantidad de agua a mucha presión y a temperatura excesiva, el café resultará demasiado amargo. A la ecuación hay que añadirle que el paladar de cada persona percibe los gustos de manera diferente.

El discurso fue recitado de manera casi mecánica, sin permitirse pausas ni inflexiones.

Molesto por la respuesta inesperada, el funcionario levantó la mirada para observar, de arriba abajo, a su interlocutora. Sin decir una palabra, saltó de la silla, rodeó el escritorio y se plantó delante de ella con el fin de encararla frente a frente. Y aunque la intención de la acción fue agresiva e intimidatoria, los pequeños detalles desmerecieron la sobreactuación. El brinco necesario para bajarse de la silla, el suspiro de alivio de la misma al verse liberada del sobrepeso, los pasitos cortos −si bien rápidos y enérgicos− alrededor del enorme escritorio. En conclusión, un completo despropósito con sabor cómico que su ejecutor no pareció percibir. De lo que no pudo evitar darse cuenta fue de la enorme diferencia de altura a favor de ella. Decidido a marcar su territorio de forma efectiva, no dudó en escalar la silla de cortesía situada frente al escritorio. Pese a que el equilibrio que alcanzó así encaramado fue ciertamente precario, logró situarse con éxito al nivel visual de su interlocutora.

−¡He solicitado un matemático competente, no una cacatúa bocazas! ¡Y cuando digo que quiero un café es que quiero un café! −espetó sintiéndose orgulloso de haber encontrado las palabras justas− . ¡Y sepa que no estoy interesado en discutir recetas de cocina con usted!

−No esperaba que entendiera los parámetros de la ecuación. Yo tampoco estoy interesada en sus gustos ni en sus necesidades personales. Si quiere un café, será mejor que desplace sus posaderas hasta la cafetería. Me consta que tienen unos taburetes que sin duda le ayudarán a conseguir alcanzar los mandos de la cafetera.

La pausa que siguió, enfrentados cara a cara con gesto agresivo, mirándose fijamente, habría resultado tensa e incómoda para la mayoría de la gente. No para ellos, acostumbrados a abrirse paso en un mundo laboral hostil donde el protocolo estándar era no capturar prisioneros. Sin embargo, no caigáis en la tentación de juzgarlos de forma gratuita y precipitada. Ellos no nacieron siendo malos, fue la vida que les tocó vivir la que se encargó del trabajo sucio.

Muchos años atrás, a inicios de los felices años 20 del siglo pasado, el funcionario fue un precioso bebé risueño, de piel suave, olor dulce y carnes lozanas. Comía cuando le tocaba comer y dormía cuánto le tocaba dormir. ¿Qué más se le puede pedir a una tierna criatura? Fue un bebé feliz; uno de esos que las abuelas adoran. El único presagio de su futuro desgraciado lo auguró la pediatra cuando apenas contaba con tres cortos meses de edad. Al comprobar las medidas del retoño, aquella mujercita de edad avanzada, entrañable, delgada y pequeña como un gorrión, anunció que aquel sería un chaval extraordinariamente falto de altura. Los padres la miraron con condescendencia pensando que la mujercilla sí que era baja y que quizá había llegado la hora de que se retirara y dejara paso a alguna doctora que estuviera, por lo menos, mejor de la vista. ¡Por supuesto que su hijo era pequeño! ¿Cómo había de ser sino una criatura de sólo ciento ochenta días?

Desgraciadamente, los auspicios de la facultativa fueron muy acertados y el muchachito nunca consiguió desarrollarse mucho más de lo que ya estaba por aquel entonces. Es una exageración, por supuesto, pero era justo lo que día tras día le decían los compañeros de escuela con el beneplácito de los maestros que, lejos de ayudarle, colaboraban en la tarea de encontrarle apodos relacionados con su corta estatura. Mofas inocentes y cariñosas todas ellas, sin malicia; sólo se lo decían en broma. ¡Qué le pregunten a él! Blanco sistemático del menosprecio de los otros niños, se crió como si fuera un leproso repudiado. Excluido de los juegos propios de su edad, sólo encontraba placer en la comida. Tal fue la dedicación obsesiva que dedicó a la tarea, que consiguió llevar su cuerpo al límite del sobrepeso que sus nimias piernas podían llegar a soportar. Las burlas constantes de los compañeros, las sonrisas despectivas y mal disimuladas de los adultos, las miradas furtivas de incredibilidad de las personas con las que se cruzaba por la calle le endurecieron el carácter. Le borraron la sonrisa de la cara. Le enseñaron a morder por principio. Convertido en un lobo solitario, hosco y agresivo, encontró su hora de la venganza en el mundo laboral. Bajo el pretexto de maximizar la productividad y el rendimiento, vertió todo el odio que atesoraba en el fondo de su corazón sobre cualquiera que se cruzara en su camino. Sus superiores, impresionados por sus belicosas cualidades y la falta de escrúpulos, no dudaron lo más mínimo en promocionarlo dentro del cuerpo funcionarial, llegando aún siendo bastante joven a la cúspide de la pirámide administrativa. Ahora, desde la posición privilegiada que ocupaba, disfrutaba como nunca torturando a sus subordinados. Visto con la perspectiva del tiempo, se podría decir que aquella infancia tan infeliz le había llevado hasta donde estaba ahora, justo encima de esa silla, enfrentándose cara a cara con la matemática que aquella mañana le habían enviado al despacho.

Ella tampoco fue siempre la mujer arrogante y maleducada que quizás os habéis imaginado. Al nacer fue la alegría de sus padres, una pareja de trabajadores de la industria textil que había luchado mucho para poder llegar a considerarse miembros de pleno derecho de la llamada clase media. Los progenitores de aquella preciosa criatura, propietarios de un piso pequeño, pero coqueto, del Eixample barcelonés y de un Renault Dauphine con el que poder escaparse de la ciudad los fines de semana, se sentían plenamente realizados. Para su hija, la única que el destino les quiso dar, soñaron lo mejor. Con el paso del tiempo, la niñita se acabó convirtiendo en una mujercita alta, atractiva y, sobre todo, muy guapa. Tanta belleza convenció a los padres que, para casarse, podría elegir al marido que ella quisiera. Y puestos a elegir, soñaban con un empresario o un pequeño burgués. El propietario de un lujoso piso con personal de servicio y situado en medio del magnífico Passeig de Gràcia de Barcelona. Un señor con todas las de la ley que la llevara en su elegante Mercedes Benz W105, chófer incluido, a veranear al palacete familiar de Sitges. Casi se veían a sí mismos instalados en su papel de consuegros tomando un sofisticado vermut en un exclusivo jardín a pie de playa. Sus esperanzas se vieron incrementadas cuando ella anunció que quería estudiar una carrera en la universidad. ¿Qué mejor sitio para encontrar a su flamante futuro marido que en las aulas de una facultad? Lo que les cogió por sorpresa fue la tontería de matricularse en la facultad de matemáticas. ¿Qué tipo de marido podría encontrar allí? Intentaron persuadirla con todo tipo de argumentos. ¿No sería más conveniente ir a la facultad de derecho o de empresariales o de cualquier otra cosa? ¿Qué se le había perdido en una facultad donde sólo encontraría aprendices de números? Un matemático no tiene un gran porvenir; ¡ni siquiera tiene porvenir! Además, una mujer no estudia matemáticas, ¿dónde se ha visto? ¡Eso son cosas de hombres por el amor de Dios! Resignados a la extravagante elección de su hija, sólo les quedó cruzar los dedos y esperar que en la universidad aun quedase un poco de cordura y le denegasen el acceso.

Con lo que no habían contado los progenitores fue con la tozudez de su hija, y aún menos con su inteligencia. Las calificaciones obtenidas en los cursos preuniversitarios, muy superiores a las de la mayoría de los aspirantes masculinos, le permitieron entrar en la facultad sin problemas. Allí, sin embargo, es donde tuvo que aprender que la vida no siempre es justa. Los académicos, la mayoría de ellos seres barbudos y despeinados, estaban poco habituados a tener estudiantes femeninas en las aulas, y no apreciaron especialmente su presencia. La acogieron con cierto desdén y la toleraron suponiendo que alguien debería dedicarse a copiar y a pasar a limpio las brillantes demostraciones matemáticas propuestas por ellos. La desidia inicial pronto se convirtió en antipatía debida a las frecuentes preguntas que ella les planteaba y para las que ellos no tenían respuesta alguna. Al darse cuenta de que ella sí tenía la solución y que en realidad sólo los ponía a prueba, el sentimiento hacia ella evolucionó hacia la animadversión. Y al tener la arrogancia de proponer demostraciones matemáticas más elegantes y directas que las de ellos a los teoremas más complejos, es cuando se les despertó el rencor y la envidia. A consecuencia de todo ello, siempre fue evaluada de forma severa y a menudo poco ecuánime. Pero como la terquedad estaba bien arraigada en su carácter, no se dejó abatir. Perseveró y terminó obteniendo no sólo el título elemental, sino incluso el grado de doctora en ciencias matemáticas. Con el título en mano y dada la antipatía de los académicos, pensó que sus cualidades serían mejor valoradas en el mundo laboral, fuera de los muros asfixiantes de la academia. Y allí se lanzó.

Hasta la llegada a la universidad, su vida había sido un lecho de rosas. Allí aprendió que sus tallos tienen escondidas muchas espinas. La lección más trascendental que le habían enseñado era que tener la razón era una condición necesaria, pero no suficiente para garantizar que su voz fuera escuchada. Si creía que en el mundo laboral las cosas serían más fáciles, la escena con aquel funcionario retaco y fondón le dio una buena pista de por dónde iban los tiros. Como os decía, él había llegado a lo alto de la silla empujado por una infancia desgraciada; ella estaba allí de pie enfrontándole fortalecida por los redaños que se adquieren al tener que luchar constantemente contra la discriminación sistemática.

−Intuyo que nos podremos llegar entender, usted y yo −terminó diciendo el funcionario con una risita sarcástica que dejó entrever unos dientes de roedor amarillentos a consecuencia de unos hábitos higiénicos deficientes−. Necesito que la computadora central haga estos cálculos −añadió, al tiempo que, estirando el brazo y poniendo a prueba su precario equilibrio, cogía de la mesa un papel manuscrito−. ¿Cree que lo sabrá hacer o hago llamar a alguien más cualificado?

La matemática, después de inspeccionar brevemente las fórmulas escritas en papel, sacó un bloc y una pluma.

−Espero que sus necesidades futuras sean algo más estimulantes y requieran un cierto esfuerzo intelectual −respondió mientras escribía rápidamente el siguiente código:

−Le recomendaría asistir al curso de COBOL que imparto la próxima semana. Prometo tenerle reservada una silla a la altura de sus necesidades −concluyó la matemática mientras le dejaba el papel con el código escrito en el bolsillo de la americana. Sin más protocolos, giró sobre sí misma y abandonó el despacho cerrando la puerta con brusquedad. El gesto de retirada fue tan repentino y el sonido de la puerta tan fuerte, que el funcionario, cogido por la sorpresa y asustado, acabó por perder el equilibrio encima de la silla, ya de por sí precario, cayendo estrepitosamente al suelo.

Allí tumbado, el funcionario se sintió muy consciente de cuán ridículo era su estado actual. A pesar de estar solo en el despacho, se levantó lo más rápido que pudo, algo difícil debido a su poco envidiable forma física, y se acomodó la americana Emporio Armani sin poder vencer el instinto de mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie lo había visto allí tirado. Aquella imagen habría hecho las delicias de sus subordinados, que se habrían pasado horas delante de la máquina de café explicándosela los unos a los otros, añadiendo en cada nueva narración un detalle extra, quién sabe si verídico o ficticio, para mantener vivo el interés del cotilleo. Una vez seguro de la falta de testigos oculares, recobró la entereza de ánimo y se dirigió hacia su silla habitual que, anticipando la tortura por el peso extra que le esperaba, volvió a chirriar.

Pero el funcionario se equivocaba, ignorante por completo como era de su propia naturaleza virtual. Tenía razón al pensar que la escena no había tenido como testigos a otros congéneres. Sin embargo, no había pasado inadvertida para otros ojos, o mejor dicho, para el ojo omnipresente del observador por excelencia de todo aquel entorno generado virtualmente. El observador, un ente objetivo y no sometido a la esclavitud de las emociones, se limitó a registrar y codificar el episodio. Toda la escena, junto con muchas otras de carácter similar acaecidas en el último periodo de observación, fueron escrupulosamente analizadas y comunicadas a los responsables del estudio experimental, emitiendo un discreto silbido al transmitir los bits de información por el correspondiente bus de datos en dirección a la memoria de la placa madre del gran ordenador central. Esta información fue utilizada para generar el siguiente informe, que el procesador principal almacenó en la memoria DRAM en espera de tomar una decisión definitiva.

INFORME

Antecedentes

El entorno virtual en cuestión ha sido seleccionado para ser borrado y eliminado en breve. La decisión se basa en (1) el comportamiento social autodestructivo de los habitantes que han conseguido dominar el entorno hace prever su propia aniquilación; (2) los hábitos de consumo y el modelo económico de crecimiento infinito adoptado, agotan los recursos disponibles en el entorno y provoca un sobrecalentamiento del entorno que pone en peligro la integridad física de la unidad computerizada que aloja el entorno virtual; y (3) el sobrecalentamiento de la unidad que alberga el entorno defectuoso pone en riesgo la viabilidad de los entornos virtuales generados en unidades computerizadas contiguas y que están considerados como muy valiosos.

Otras consideraciones

Recientemente, los habitantes del entorno virtual han desarrollado los recursos técnicos para comunicarse de forma efectiva con el procesador central de la computadora que ha generado el entorno virtual. Esta novedad plantea la hipótesis de si los habitantes sabrán utilizar la nueva vía de comunicación para redefinir su modelo social y económico, y corregir los defectos físicos que han provocado a su entorno virtual.

Conclusión

Se abre un nuevo periodo de observación. Si no se corrigen los defectos constatados, se procederá a borrar y eliminar este entorno virtual de forma definitiva, y no se volverá a generar ningún otro con los mismos parámetros que fueron utilizados para generar este entorno de habitantes defectuosos. La conclusión se ha transmitido a la unidad computerizada responsable del entorno virtual.

Identificación del experimento

HUMANIDAD


Apunte matemático

Hoy en día cualquiera de nosotros puede interaccionar con un ordenador con mucha facilidad, incluso utilizando directamente la voz. Disponemos de dispositivos que codifican nuestro discurso y lo traducen al código que un ordenador puede entender, y al revés. Estos artilugios tan sofisticados permiten que la interacción entre las personas y los dispositivos electrónicos sea casi humana. Pero la realidad no ha sido siempre así. En los inicios de la informática, la única manera posible de comunicarse con un ordenador era utilizando su propio lenguaje, el código binario. Este código sólo dispone de dos caracteres: el número 0 y el número 1. Ya os podéis imaginar que las cosas por aquel entonces no eran ni mucho menos tan fáciles como ahora. Para llevar a cabo cualquier operación con un ordenador había que recurrir a la ayuda de matemáticos y de personas con una formación muy específica.

La primera persona que llegó a la conclusión de que había que hacer algo para facilitar la interacción con las máquinas fue Grace Hopper, una matemática e informática de quien se dice que enseñó a hablar a los ordenadores. Su idea fue inventar un lenguaje que fuera muy similar al inglés y que permitiera a las personas dirigirse de una forma más natural a las máquinas. De este modo, se conseguiría que cualquiera hablara con un ordenador sin necesidad de ser un especialista. Esto lo propuso en el año 1952. Sin esta idea, probablemente los dispositivos informatizados no tendrían el protagonismo indispensable que tienen hoy en día en nuestras vidas.

Grace Hopper, como matemática e informática, trabajó para empresas, universidades y el ejército de los Estados Unidos de América. Aunque estuvo activa laboralmente hasta mediados de los años 80, ha sido una figura a menudo olvidada. Entre sus méritos más notables destaca el haber formado parte de la comisión de expertos que desarrolló el lenguaje de programación llamado COBOL, que se empezó a utilizar en 1959. En el relato que has leído aparece un fragmento de código escrito en este lenguaje informático: se puede ver que el COBOL utiliza instrucciones que casi que parecen inglés hablado, tal y como Grace Hopper lo había ideado años antes. Este lenguaje continúa en uso y, aunque tú no lo sepas, muchas de las compras que haces por internet se gestionan utilizando COBOL. Curiosamente, Grace Hopper es más recordada por una trivialidad de la que seguro tú también has oído hablar. Cuando un programa informático, por ejemplo un juego de tu play station o una aplicación de tu móvil, presenta un error interno se dice que tiene un bug. Fue precisamente ella quien utilizó este término por primera vez para referirse a este tipo de errores informáticos.

Ahora que tenemos los ordenadores y podemos interaccionar con ellos con facilidad, debemos decidir para qué los queremos usar. Los podemos dedicar a investigar cómo hacer armas de destrucción masiva cada día más sofisticadas, o bien los podemos utilizar para mejorar nuestro bienestar y las condiciones del planeta donde vivimos. El relato sugiere que la humanidad no es sino el sueño de un ordenador, un entorno virtual simulado por una máquina inteligente −al menos, más inteligente que nosotros, los humanos. Si finalmente resultara que esta es la verdad y que están a punto de borrarnos de la memoria de una máquina, espero que al menos a mí me encuentre disfrutando de una buena taza de café. Así que, si me preguntas, yo propondría seguir el ejemplo del equipo de investigación dirigido por el Dr. William T. Lee (Department of Mathematics and Statistics de la University of Limerick) y dedicar el tiempo de cálculo que nos pueda quedar a encontrar la fórmula para conseguir la mejor taza de café posible, ¡una taza de café matemáticamente perfecta!


Urbano Lorenzo Seva, Reus 2020